Llevaba varias semanas encerrado en el ático de un hotel con vistar al mar, era invierno, uno de esos días soleados de invierno.
Como de costumbre daba vueltas por el enorme espacio diáfano, encerrado, enjaulado, prisionero.
No sabría cuando volvería mi dueña.
Dormir era un lujo de mortal, solo miraba por la ventana e intentaba quemar energía, esa energía que me quemaba las venas.
Mi cuerpo es tensión.
Cada varis horas oía como pasos se acercaban por el pasillo, por ese enorme y silencioso pasillo, sabía que no era ella, habría la puerta a jovencísimas camareras que empujaban un carrito, notaba sus miradas clavándose en mi cuerpo tatuado y lleno de cicatrices.
Algo para picar pensaba yo, a la espera del gran festín. Por un segundo pensaba en morder la yugular, pero... y si la dueña volviese.
¿Lo entendería como ofrenda? Sé que no.
Pero llevo días encerrado, sin nada bonito que destrozar.
En mis diatrivas se marchaba la grácil gacela, yo asuente seguía mirando por la ventana.
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Otras de sus estudiadas toruturas.
Mantenerme encerrado, enfurecido, hastiado, bulliendo adrenalina.
Así, para cuando ella volviera, la guerra sería épica.
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