Llegué a esa lujosa habitación, con ventanales que daban al mar.
Ese aroma salado que tanto me embriagaba.
Si tuviera que elegir entre morir entre sus manos y morir ahogado, no sabría que elegir.
Llegué sin saber no me metía, todo era nuevo para mi.
Lujo, espacio, limpieza.
Había una nota en encima de la mesa, leí el mensaje, no conocí la letra, pero si la intención.
"Entra.
Tumbate en el suelo.
Espera"
Esperé, una hora eterna, dos horas, tres veces llegó a amanecer en la espera.
El servicio de habitaciones me traía cada 8 horas comida.
Comida que yo apenas tocaba, pues no era esa hambre la que yo tenía.
Cada día allí encerrado me volvía más loco, mas desquiciado.
Quise irme, alejarme, huir...
Iluso, sé que no podría.
Uno no puede huir de lo que es.
Por fin llegó, yo dormitaba en el sulo, no osé a rozar la enorme cama que presidia la habitación, era de madrugada.
Yo me arrastré hasta un rincón.
Podía reconocer el sonido de sus tacones de aguja a miles de kilómetros, en medio de una tormenta.
Soltó su abrigo que la cubría entera, apenas pude ver en las tinieblas su cuerpo a contraluz, un liguero, no pude ver si llevaba algo más puesto.
Me llamó, chasqueando los dedos, como quien llama a su mascota.
No tuve valor de ponerme en pie, no respiraba, no me movia.
Otra vez me llamó, tuve que obedecer.
Me acerqué lentamente, temeroso.
No me atreví a levantar la vista.
Acarició mi testa, pude sentir su sonrisa, no me guardaba rencor, pero me lo haría pagar caro.
Yo pude oler su sexo, lentamente fue guiando mi cara hacia su vulva, estiré la lengua y pude saborear el rocio que bullía desde su interior.
Apretó fuerte mi cabeza contra su pubis.
Yo lamí, mordí, bebí, besé, supcioné. Como el sediento en mitad del desierto que encuentra un oasis. De repente algo me golpeó, algo romo, duro, algo se estrelló contra mi craneo liso y afeitado.
Me desplomé.
Desperté borracho, conmocionado, esposado a un radiador, crucificado contra la pared, sentado desnudo sobre el parqué.
Sus manos estaban enfundadas en largios guantes de latex, su sonrísa esta más afilada que nunca, sus tacones también.
Su fusta replicó a dos centímetros de mi oído.
Mi miembro estaba erecto, pero aprisionado por un anillo de metal.
sonreí, pero fue una risa nerviosa.
Esto era nuevo y lo nuevo ya no me asusta, a no ser que venga de ella, entonces me aterra.
Se puso frente a mi, yo sabía lo que tenía que hacer, bebí de su fuente, retrocedió un paso y se puso de cuclillas obre mi.
Entrar de nuevo en ella era lo que ansiaba y temía.
Me estuvo cabalgando durante horas, cada vez que sentía que podía eyacular, paraba, me castigaba, y volvía a empezar.
Yo la sentía retorcerse haciá atrás, cada vez que le llegaba un orgasmo, notaba sus tacones clavarse en mis muslos, notaba sus dientes desgarrar mi carne.
Dos días más duró la tortura hasta que al final pude correrme, una explosión de semen caliente que bajó desde el mismo encéfalo.
Creí desvanecerme. Ella sonrió, sabía que la tortura me había dejado extenuado.
- Muy bien perrito, no vuelvas a desobedecerme, ¿lo has oido?, no vuelvas a desovedecerme.
Se marchó, pude oir sus tacones de agujar alejarse.