martes, 17 de noviembre de 2015

De la nada, apareció.

Medio dormido.
Como quien no ha conciliado el sueño en varios lustros.
Diambulaba por habitación, intentando abrirme paso hasta la puerta.
Cuando la abrí la puerta, en penumbra, apareció ella como un espectro.

Con un abrigo largo, negro, brillante.

Me empujó hacia dentro del dormitorio.
Sin hablar se abrió el abrigo, su piel desnuda resplandecía como si tuviera luz propia.

Me quedé sin respiración.
Mi cerebro recibió un chute de sangre, mis pupilas se afilaron como diminutos agujeros.

Mi sangre comenzó a picar bajo la piel y mi cuerpo se electrizó.

Dejé de tener el control de mis actos.

Cuando no me podía ponerme más contra la pared, la ayudé a ponerse de rodillas, buscando un enorme bulto que apretaba mi pantalón.

La dejé hacer.

Mi respiración se aceleró, mis músculos se tensaron.
La tumbé en la cama desecha y mirándola a los ojos con un sobredeseo, la penetré, firme, lentamente, y con toda la fuerza que tiene el mar.

Durante horas sentí sus uñas destrozando mi espalda, los dientes apretaban la carne hasta saborear la sangre.

Al final, tras una extenuación extrema, me corrí en su boca, subcionadora, cálida y destructiva.

Ambos, agotados, extasiados y satisfechos, nos miramos con rencor, odio y deseo.

Se levantó y se fue, en el tiempo que pude parpadear.

Se llevó su abrigo rojo brillante, me dejó su aroma impregnado en la pie.

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