Llegué más cansado de lo habitual, siempre había sentido predilección por ese antro, por sus paredes asfixiantes, por sus taburetes viejos y cómodos, por esa barra eterna, compañera de penas y de algunas alegrías.
Me senté por inercia en el rincónd e siempre, ella estaba allí, sentada, bebiendo whisquy con hielo, miré a mi camarero favorito, que con su voz ronca me preguntó qué quería.
Miré su copa y pedí otro.
Siempre meha gustado tarminar la noche con ese sabor a madera quemando la garganta.
Esa noche sería el comienzo.
Ella ni siquiera se inmutó, miraba más allá de la barra, de la pared, su mirada estaba fija a mil kilómetros de aquél oscuro antro.
Yo la miraba, la analizaba, la estudiaba, había algo en ella eterno, más tenebroso que el beso de la muerte, me inquietó. Me erizó, me sentí intrigado.
No la veía gesticular, ni moverse lo más mínimo, de vez en cuando le daba un sorbo corto a su vaso, yo me moría por dirigirle la palabra, pero ese no era mi estilo.
Giro la cabeza y me miró como si fuera la primera vez que se percatara que estaba allí, se sonrió.
Su mirada fria me atravesó, me quedé helado, como nunca antes me había pasado.
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